23 enero 2013

Las mujeres malditas - III

La mujer de hojalata...

Nonnie

Los años pasan rápido. O al menos así lo vemos cuando el tiempo deja de perdonarnos la piel y las ganas.

Yo crecí. Con quince años, me di cuenta de que mi madre y yo estábamos en un punto muerto. Allí entendí que ella podía ser mi peor archi enemiga. Combinación de factores que mezclaron un molotov casi mortal. Adolescencia y menopausia definitivamente no van de la mano.

Mientras yo intentaba crecer y hacerme adulta, mamá luchaba contra el reloj y las arrugas. Adiós al tercer esposo. Fue una época oscura en la que aprendí, a la fuerza, que una Engberts enamorada, no conoce la palabra raciocinio. La culpé, y aún hoy lo hago, por incrementar mis sentimientos de rechazo. De hacerme sentir que estaba sola en el mundo. Pasional como soy, la odié en más de una ocasión. Y desde ese entonces, todo cambió. Y yo crecí.

Con ella he aprendido lo que es el amor incondicional. No obstante, fue ella quien me hizo crecer a la fuerza. Quizás cuando aún yo no estaba preparada para ello. Pero no hubo más remedio.

Luego de muchas palabras horribles que fueron y vinieron, aprendí a ser su hija. También su amiga. Siempre con cautela. Con un escudo que me permitiese protegerme de ella, si era necesario. Incontables cambios hemos sobrevivido hasta ahora. Los más grandes, y si se quiere significativos, el mover una vida entera a otro país. Convertirnos ambas en inmigrantes. Y así, verla cambiar.

Esa leona que tantas veces fue capaz de vencer sombras a la luz de la luna, esa misma que burló a la muerte, se convirtió en una cría asustadiza. Víctima de sus propios temores. Un cambio radical. Esa mujer de hojalata consiguió, finalmente, un corazón. De ser un iceberg, se derritió cual cubo de hielo en una taza de te. 

Hace un par de años, firmó la sentencia de su tercer divorcio. Último vestigio de la mala suerte que cosechó en el campo del amor. Desde hace unos años, de ser quien no daba besos, es ahora quien pide abrazos. Quien busca atención y cariño. Cicatrices que deja la vida. Eso creo.

Estos 27 años han sido una historia de crecimiento. Ella se convirtió en adulta al tenerme a mi. Le tocó subirse los pantalones y aceptar responsabilidades que, hasta el momento, no había tenido. Madre soltera. Con ella yo aprendí que no todo lo bonito en la vida es para siempre. Hija única. Aprendí a ganar batallas sola o de su mano. Por orgullo o por amor del puro. Aprendí también a perder. Y aprendí, sobretodo, que no quiero perder mi vida sola. Aprendí que dos siempre son más. Especialmente cuando se ama.

Ella es la Engberts a la que mejor conozco. Es también la que nunca deja de sorprenderme. Un rompecabezas que se completa, pieza a pieza, con el paso del tiempo. La que compartió conmigo el apellido de su padre, para protegerme del que por ley me correspondía.

Ella me abrió los ojos. Me hizo entender, quizás sin saberlo, que el dinero no lo hace todo. Que, de hecho, no hace nada. Que lo que importa es quien camina a tu lado. Quien está allí para reír o para protegerte. Con ella terminé de entender lo que no quiero ser. 

Mi piel y mis dientes no son de leona. Porque, aunque nos parecemos, somos muy distintas. Sus manchas no son las mías. Yo no quiero pasar toda una vida buscando un corazón. Siendo distante o fría. Feroz e independiente por fuera, pero rota por dentro. Aprendí que no quiero ser como ella a su edad. Ni seguir sus pasos. Que quiero enorgullecerme de mi edad. De mis canas. De mis arrugas. De todas y cada una de mis cicatrices. Que no importa si lloro, porque lejos de hacerme cobarde, eso me hace humana. Porque siento. Porque duele. O porque hace feliz.

Que quiero tener más de un hijo. A quienes darle un padre, una familia, amor. Nunca darles la espalda. Por nada del mundo. Ni siquiera por mis propias necesidades. Porque con quienes nacen de ti, no hay egoísmo ni excusas que valgan. Que no quiero ser de hojalata y que mi corazón debo conservarlo donde está y guardarlo del frío y del miedo. 

Ella ha sido lo único que he tenido en la vida y lo único que, ciertamente, me faltó por muchos años. Así sigue siendo esta relación. Extrema. Un deporte de alto riesgo.


15 enero 2013

Las mujeres malditas - III

La mujer de hojalata...

Nonnie

Si Sandra era la legítima heredera de los genes Engberts, Nonnie era la contrapartida, la ganadora de los estéticos y distinguidos genes van Kampen. Como agua y aceite, no se parecían en nada. Ni anatómica, ni personalmente. Ella es uno de los sinónimos que aparecen en el diccionario cuando buscas bajo Elegancia. Una cualidad a la cual le ha sacado partida cual pavo real orgulloso y presumido. Relacionista pública por excelencia, era la amiga de todos. Y por una lógica más matemática que el álgebra de Baldor, con una sonrisa grande como el sol, logró embolsillarse a más de uno.

Bondadosa hasta acabarse las letras, ahí donde la bondad ya roza la idiotez. Cual Rocky Balboa ha sido siempre una boxeadora. Una depredadora tan letal como la del mejor documental de National Geographic. Lo que se le ha metido entre ceja y ceja, luego se ha abierto paso hasta su mano. Y, por supuesto, como cualquier otro Engberts, todo lo sabe (y sino, lo inventa).

La rebelde sin causa. La niña bonita de la casa. La echada pa'lante. Y, si se quiere, la más venezolana de la familia, a pesar de ser la única que realmente nació en los países bajos. Deportista por naturaleza, se ganó más que un leñazo jugando al hockey.

Ella es a quien mejor conozco. Y, aún así, la que nunca deja de sorprenderme. Un rompecabezas que se completa, pieza a pieza, con el paso del tiempo.

Dejó la casa con anillo en mano y esposo al brazo cuando tenía apenas 21 años. Liberándose así del 'yugo' holandés en el cual había crecido. Primer matrimonio = error. Kapot. Ella continúa. Con frente en alto y cual nómada rodando por el terreno. En busca de algo más. Algunos años, una nueva boda. Esta vez la historia es un tanto (bastante) cruel y machista. Una golpiza acabada en algo más que cicatrices y divorcio.

A los 35 años, luego de un romance fugaz, además de fallido, un accidente. Nace quien hoy escribe esto detrás de un monitor.

Mi madre siempre ha sido mi mayor aventura y el más grande de los enigmas. Mi mejor amiga a ratos y mi criptonita la mayor parte del tiempo. La más temida de mis archi enemigas. Quien tiene el poder de hacerme perder los estribos en 0,0 y por quien siento un amor infinito. Lo único que tengo en la vida y lo único que me ha faltado por muchos años. Así es esta relación. Extrema. Un deporte de alto riesgo.

De filosofía liberal, independiente y rebelde, nunca ha sido una madre convencional. Ella continuó con la estirpe, y la mala costumbre, de dar a luz a una niña sin padre. Y aunque la tristeza en su caso no es tan evidente, doy fe pública de que la lleva tatuada a fuego en el alma. Madre y padre al mismo tiempo, es por quien he aprendido lo que quiero ser y todo lo que no.

Si he de ser sincera, poco recuerdo de ella antes de mis seis años. Vagas olas de memorias fotográficas que vienen de vez en cuando a mi cabeza, como para no dejarme olvidar que si, que estuvo a mi lado algunos años. 

Mientras yo crecía en una hacienda de café con los verdaderos Dutchies, léase mis abuelos, en una tierra fría y de gente más que decente y respetuosa, mi madre intentaba abrirse camino en los Estados Unidos, como cualquier otro inmigrante más persiguiendo el sueño americano para ofrecerse a si misma y su pequeño retoño una mejor vida.

Intento fallido. Fue entonces cuando la vida le atestó un contundente knock out: un cáncer de seno que casi le cuesta la vida. Un año era lo que le pronosticaban en aquel entonces. Eso significó dejar atrás Norteamérica para volver a una Caracas donde tuvo que lidiar con un cáncer y cero familia en las cercanías. Leona como es, supo lamerse las heridas, levantar cabeza y abrirse paso en la jungla de cemento que es la capital.

Aún la recuerdo cuando fin de semana si y fin de semana no, iba a la hacienda, al pueblo, a visitarme. El despedirla en la estación de autobuses y luego esperar en la cocina por el cornetazo que sus amigos los conductores se prestaban a tocar al pasar por la entrada de la hacienda. Ese era mi tot ziens

Como si fuese ayer, también me acuerdo de mis lágrimas y la impotencia de cuando el perro de mi tía, Butch, se comió una de las muñecas que ella me había comprado en uno de sus viajes. Unas muñecas gemelas. De esas baratas. Tan típicas de los años 90, con ropa fluorescente. Una grande. Una pequeña. Como si de imagen y semejanza se tratase. Cual ironía, el perro se comió a la más grande. Lagrimones de cocodrilo cuando mi tía, en vez de solidarizarse con mi tristeza, sólo me reprochó el haberlas dejado sobre mi cama, al alcance de las fauces del animal. Aún hoy me erizo por el odio que sentí hacia todos y casi puedo sentir todavía los pelos del perro en mi boca luego de haberle metido un mordisco con toda la rabia que contenía mi pequeño cuerpo.

Sólo me uní a mi madre al cumplir los seis. Luego de haber celebrado a lo grande su tercer matrimonio. Después de todo, como toda tercera, se suponía era además la vencida. Allí fue cuando me reencontré con la capital. El jabón de lavar la ropa, el Bold 3, cuyo comercial también me había lavado el cerebro. La de veces que vomité en el carro a causa de ese smog que me nublaba la razón. Ese extraño instante decisivo en el que mi madre, finalmente, pasó a formar parte activa de mi vida.

...

06 enero 2013

...no baby.

...y aquí vamos una vez más.

Al principio, susto. No saber qué esperar. No sentirme preparada. Pensar que no era el momento. Que no estábamos listos. 

Sangre. Un ataque de pánico. Todo fuera de lugar. Y las lágrimas que comenzaron a bajar. Y volver al trabajo. El abrazo de Alito, haciéndome sentir que todo iba a estar bien, sin importar lo que pasase. Haciéndome sentir grande, adulta. Tranquilidad.

Llegar a casa. Agua caliente. Esa ducha que tanto anhelaba. Y más de ese sentimiento extraño. Dejé el agua correr y esconder mis lágrimas. Mi miedo. 

Pasaron los días. Navidad. Luz en todas partes. Árboles llenos de bolitas de colores. Regalos. Amor. Una difícil etapa. Desconocida. Lejos de casa. Cero familia. Más lágrimas. 

Gripe. Un casa ajena. Una familia dándome la bienvenida. Haciéndome agradecer lo que hace tanto tiempo no tenía. Y, de repente, una mano en mi panza diciendo: "Baby?". Otro ataque de pánico. La espera. 

Te acostumbras a pensar. A re-pensar. ¿Qué pasará? ¿ Cómo haremos? Al final todo se reduce a dejar el miedo. A apretarse los pantalones y seguir caminando. Porque el mundo no se detiene. Y tampoco puedes hacerlo tú.

Mirarse al espejo y sentir que la barriga va creciendo. Sentir cosas raras en las mañanas. Náuseas de vez en cuando. Cambios de temperatura.

Y llega el día. Las 21 pastillitas coloradas se han acabado. Sin embargo, no puedes decir lo mismo de la espera. Cuatro días. Horas. Minutos. Segundos. Nada.

Te derrites con cuanto bebé ves por la calle. En la TV. Pensar en fututo. Más miedo. Pánico. ¿Cómo hacer con el idioma? ¿Cómo hacer con el hecho de ser 'buitenlander' y de no dominar el lenguaje al 100%? ¿Cómo hacer con el tiempo o la falta de el? Shhhhh. Apaga el cerebro. Desconecta la vocecita esa fastidiosa. Sonríes. Sólo quieres que sea sano. Que tenga sus dos ojitos, dos manitas, diez deditos. Que sea sano.

Un domingo cualquiera, digamos hoy, te levantas y ves sangre. Pánico. Tristeza. Ya no hay panza. Ni cosas raras en la mañana. Hay ausencia. Las náuseas seguro eran estrés o falta de comida. Los cambios de temperatura eran sólo un SPM un poco más exagerado que el de costumbre. Lo mismo: tristeza. 

No baby.

...y aquí vamos una vez más. Pero con más fuerza que nunca. Has descubierto lo que quieres. Lo que puedes. Sabes que, cuando venga, será bien recibido. Porque estás preparada para ello. Porque lo quieres. Porque, después de todo, si que lo llevas en ti. Aunque no lo hayas comentado con nadie. Aunque haya sido tu secreto todos estos días.