28 marzo 2010

...espécimen # 5

La peor historia para contar es aquella que ni siquiera tiene un comienzo.

Estaba allí todos los días. A todas horas. Caminando de un lado al otro. Jugando futbolito. Entrando y saliendo de su escuela. A la distancia de un pasillo y de una mirada. Así se convirtió en "mi antropólogo pitecus". Mi dolor de cabeza más grande. Y aún así, un espécimen del que aprendí más de una cosa.

Estudiaba Antropología. Si. En la escuela que estaba justo al lado de la mía. Yo lo miraba. Todo el tiempo. Él me miraba. De vez en cuando. Era imposible no verlo. Era perfecto. Cuerpo de muerte. Cabello negro. Ojos grandes, profundos. Estilo ochentoso. Yo no pedía nada más. Él era mi antojo y mi suspiro.

Lo conocí por un amigo de mi escuela que jugaba futbolito con él. Nos presentaron un día cualquiera y nos quedamos hablando un buen rato. Me acompañó al trabajo. Me escribió a los dos días. Yo, muerta. No me cabía en la cabeza cómo alguien como él podía fijarse en alguien como yo. Era ilógico.

Los días fueron pasando y aumentaron con ellos las dosis de antropología que me eran necesarias para aguantar el periodismo. Muchos ratos juntos. Muchas palabras que iban y venían. Hasta que pronunció lo impronunciable: tenía novia. Tenía una novia y mucho tiempo con ella.

Mira si se me vino el mundo encima. Sentí que de un día soleado pasaba a un tsunami en una milésima de segundo. Y no llevaba paraguas ni poncho conmigo. Estaba a la intemperie. Nada se le podía hacer. Era muy tarde. Yo ya había caído en el charco. Qué charco ni qué charco. Eso era más bien la laguna negra.

Yo había dejado a mi novio por él. Porque según mi lógica, si tienes novio y te fijas en otro más de la cuenta es porque algo en tu relación no va bien. Así pues, decidí que tal como iban las cosas, era mejor terminar con mi novio y a otra cosa mariposa. Sin embargo, mi antropólogo hizo exactamente lo contrario, a pesar de que también estaba más que consciente de que su relación hacía tiempo que había dejado de caminar. Él lo definía como estabilidad. Yo como rutina y cobardía. Típica masculinidad.

Luego entendí por qué los chicos actúan como lo hacen. No dejan nada de lo que tienen hasta que no tienen lo otro bien cocinado. O como dirían en mi pueblo "hasta que tienen el animal agarrado por los pelos". Dentro de todo, son inteligentes. Despiadados e inhumanos, si, pero inteligentes.

Yo dejé todo por este chico. Sin ninguna garantía. Arriesgué y perdí. Así de sencillo. Sin anestesias ni gotas para el dolor. Mis cartas estaban sobre la mesa. Sin embargo, éste espécimen no estaba dispuesto a jugar esa partida. Él seguía apostando por su novia aún cuando en el fondo sabía que también estaba arriesgando y perdiendo. Ella bailarina, de gira la mayor parte del tiempo. Al final lo dejó por otro. Irónicamente ella hizo lo mismo que yo. Le pago con la moneda que él se había guardado en el bolsillo.

Yo aprendí. Aprendí de mí misma. De lo que soy capaz de hacer y dejar por lo que creo y, sobre todo, por lo que quiero. Y luego de un tiempo recuperé con creces lo que antes había dejado de lado. Y también aprendí que un antropólogo va excavando aquí y allá, va buscando todo el rato, observando, levantando polvo y escudriñando hasta que consigue lo que busca y se queda allí. Y yo simplemente no era suficiente para que se quedara explorando.

La peor historia para contar es aquella que ni siquiera tiene un comienzo.
Esta lo tuvo, pero sólo en mi cabeza.

No hay comentarios: