16 junio 2010

...especímen #7

El instante decisivo.
Dos que se encuentran para volverse a perder.

Un concierto. Tres amigos. Angelines, Marcos y Gabo.
Marcos quería ir al frente. Pero la voz de ella sonó más fuerte. Y se quedaron atrás. Ella odia el caos. Que la pisen. Que la empujen.
Gaby y yo (groupies empedernidas), al contrario de aquellos, amamos la adrenalina. La primera fila. El vaivén incontrolable de cuerpos. Gritos. Empujones. Y ese día íbamos, de todas todas, a pelearnos por estar allí. Coreando a pocos metros de Cerati. Oh Cerati. Él valía eso y más.

Nos fuimos colando. Ella y yo. Tomadas del brazo para no perdernos entre la gente. Para llegar juntas hasta el final, como tantas otras veces en tantos otros conciertos. El camino se estanca. Nos topamos con dos chicos que nos impiden avanzar. Son altos. La pregunta de rigor sale a flote. "Hola, ¿nos pueden dejar pasar? Sólo somos dos, pero somos bajitas y detrás de ustedes no vemos nada". Se ríen. Nos dejan pasar. Seguimos nuestro camino. Vamos avanzando. La meta, aunque opacada por miles de cabezas, se ve más cerca. Tierra a la vista. Estamos llegando.

Tercera fila. Nos estancamos de nuevo. Sabemos que será imposible avanzar más. Paramos. Y hacemos del lugar nuestro punto.

Volteo y lo veo allí. Nos siguieron. Se colaron entre la gente. Igual que nosotros. De hecho, detrás de nosotros. Si, nos siguieron. Paran ellos también.

Empieza el concierto. La gente se vuelve loca. Agarro a Gabo. Ella me agarra a mí. Saltamos. Gritamos. Silbamos. Aplaudimos. Bailamos. Volvemos a saltar. Pero ahora hay alguien más que me agarra. Nos empujan. Él me sostiene. Pone sus brazos alrededor de mí. Me sujeta para que no caiga. Y seguimos. El concierto no para. Me pregunta si quiero agua. "No, gracias. Estoy bien". El agua sería una bomba de tiempo. Un impedimento que me haría ir al baño. Y no se puede.

Siento su mano en mi hombro. Empiezan de nuevo los empujones. Me protege otra vez. Y ahora va más allá. Sujeta mi mano. Se acerca a mi espalda. Junta su cabeza a la mía. Cantamos juntos. De vez en cuando nuestras miradas se cruzan. Nos reconocemos en el desconocimiento mutuo. Gabo se da cuenta. Se ríe. Y su carcajada pícara nos delata. Él y yo seguimos allí. Perdidos el uno en el otro. Con nuestras manos y cuerpos juntos. Como si hubiésemos llegado hasta allí así. Como si siempre hubiese sido así.

Termina el concierto. Nuestras manos se separan. Él va con su amigo. Yo con mi amiga. La gente nos aleja. Nos buscamos. Nos despedimos con las miradas. Esas mismas que en un instante decisivo nos unieron en una letra.

Se que no lo veré nunca más. Existió. Estuvimos los dos allí. Y así. La continua risa de Gabo me lo afirma. No estoy loca. No aluciné. Fue la historia de un concierto.

Mi mente recrea historias de amor. Un príncipe que busca a su Cenicienta. La zapatilla sería la entrada de un concierto. O carteles en el metro que, copiando a Nino Quincampoix, preguntan por el paradero de la chica del concierto.

Obviamente nada de eso pasa. Allí muere la historia.
Sin embargo, de vez en cuando escucho SodaStereo y me acuerdo de él. De esa historia. O de las muchas que me inventé.
De ese instante decisivo de dos que se encontraron para volverse a perder.

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