28 marzo 2011

...y comienzas a caminar

["...la ruina es el camino a la transformación..."]
"Eat, pray, love"

Imagina una pared en blanco. Tú. Y varios cubiletes de pintura a tu lado. Comienzas a pintar con tus colores favoritos. Rayas aquí. Allí. Bloques de color. Collage de emociones. Movimientos de brazo. La mano que flota. Ladeas la cabeza, una y otra vez, buscando encontrarle el sentido a tu obra. Tratando de encontrar al menos una pizca de magnificencia.

Llegan tus amigos, tu familia, y todos tienen una opinión al respecto. Está bonito. Les encanta. Quizás le falta un toque de esto. Una brocha de aquello. Todos tienen algo que decir. Y tú sólo tienes las ganas de callarte y deslizarte hasta un rincón para ver la función con los ojos del espectador. Porque tienes opiniones. Igual que el resto. Pero no las sacas a flote. A diferencia del resto.

Y llega un momento en el que, de ver el mismo cuadro todos los días, los mismos colores, el mismo olor, las mismas emociones (o la falta de ellas), te cansas. Sientes el peso sobre la espalda. Y te vas arqueando sin saberlo. Cada día te ves más redondo frente al espejo, pero sigues sin querer saber por qué. Aunque en el fondo (ese que roza más la superficie que cualquier otra cosa), sabes exactamente lo que pasa. Pero no quieres asumirlo.

Entonces día tras día comienzas un nuevo cuadro. El reto. Y el rito. De asumir nuevas posibilidades. En la búsqueda de la expectativa te miras expectante. Y sigues allí. Un cuadro tras otro. Pero a todos les falta algo. Lo mismo que al primero. Y sabes qué es. Pero de nuevo, no quieres asumirlo.

Ya ni te miras al espejo. Porque el peso sigue en aumento y es demasiado como para mover tu culo hacia un reflejo que no quieres ver. Sabes cómo eras. Y con eso te conformas.

Pero llega un día en que lo único que te provoca es reventar tu obra. Hacerla añicos. Volver al punto de partida. Así que te sientas durante horas a mirarla desde afuera buscando una perspectiva que te haga "quererla". Que te haga entender el por qué sería mejor dejarla así. Algo que te haga entender que "no tiene por qué cambiar".

Vas y vienes. Te sientas. Das una vuelta. Te sirves un café. Hablas con ella. Pero sigue sin responderte. Sin devolverte eso que te hace falta. Está allí inerte. Y tú allí también, con ella.

Poco a poco te vas cansando más. Tu cuerpo casi roza el piso. Hueles su sabor.

Entonces es allí cuando comienzas a llorar desconsoladamente. Te preguntas qué fue lo que hiciste mal. Te preguntas si realmente te mereces esto. Tratas de convencerte de que si. Por las cosas malas que pudiste haber hecho en el pasado. Y empiezas a rememorarlas. Tratas, luego, de convencerte de que no. Y te repites las cosas buenas que haces. Sin embargo nada es suficiente para sacarte de ese cuarto oscuro al que tú solo te has sometido. Y te invade la autocompasión. Porque siempre es más fácil jugar a ser la víctima.

Y allí sigue el cubilete de blanco. Llamándote en silencio. Instigándote a hacer eso que tanto quieres. Eso mismo que tanto te llena de miedo.

Ajá. El miedo. Mala cosa esta. El ver lo que hay. El ver lo que quieres. El ver lo que podría haber. O lo que no. El blanco. El vacío.

Tocas suelo. Ya es inevitable. Tu visión está constantemente de lado. Ya no puedes voltear la cara. Igual, aunque pudieses, no sabrías cómo hacerlo. Y no nos engañemos, quizás tampoco quisieras hacerlo. Así que te llenas de valor y coraje y te dices que ya es suficiente. Decides que este es el punto de inflexión. Ya no estás dispuesto a aguantar más. Te sacas las manos del bolsillo. Tomas el cubilete entre tus dedos. Lo miras. Miras tu reflejo en la superficie de la pintura. Te asombra lo que ves. Porque eres tú. En fondo y forma. Tal como eres.

Entonces, sin más, agitas el cubilete dichoso en el aire. Y la pintura sale disparada. Ni hablar del revuelo que causas. Desastre. La pintura rueda y cae. Hay gotas aquí y allí. Sobre tu ropa. Sobre tu cara. A tus pies.

Tu obra es una ruina. Y sin embargo continúas sonriendo.
El peso de tu espalda se ha ido. Estás erguido una vez más.

Tu gente, esa que antes te daba su opinión, te mira y todos se llevan las manos a la cabeza. Cada uno empieza a formular en voz alta eso que piensa. Eso que no saben callarse. Una vez más todos te dicen qué hacer. Pero tú lo sabes mejor. Porque estás cansado de escuchar. Y aún así, no dejas de escuchar esa voz que llevas dentro. Sabes lo que tienes que hacer. Te detonas a tí mismo. Dejas lo que solías ser. Dejas esa zona de comodidad en la que te habías recluido conciente y voluntariamente. Dejas de lado esa cosa que tan frustrantemente llamaste vida. Eso que te atormenta. Eso a lo que querías renunciar sin saber exactamente cómo.

Y así comienza todo. Cuando "suficiente" es realmente suficiente. Cuando te gritas "basta" a ti mismo. Cuando echas abajo todo lo que tienes, todo lo que has hecho, todo aquello por lo que has trabajado. Todo, todo se va abajo. Y tu tan contento. Y sigues asumiendo que la realidad siempre va a ser más fuerte que tú. Que te va a golpear por todos los frentes. Pero prefieres ser valiente. Porque te cansaste de forzarte a ti mismo a asumir la mierda por el miedo al cambio. Esos días ya se han ido.

Porque ya no hay más ruina que aquella que te arruinaba. Ahora sólo queda el cambio. Y la transformación.

Y sólo te importa una camiseta, un jean y tus brochas.
Cierras la puerta, botas la llave y comienzas a caminar.