La mujer de hojalata...
Nonnie
Si Sandra era la legítima heredera de los genes Engberts, Nonnie era la contrapartida, la ganadora de los estéticos y distinguidos genes van Kampen. Como agua y aceite, no se parecían en nada. Ni anatómica, ni personalmente. Ella es uno de los sinónimos que aparecen en el diccionario cuando buscas bajo Elegancia. Una cualidad a la cual le ha sacado partida cual pavo real orgulloso y presumido. Relacionista pública por excelencia, era la amiga de todos. Y por una lógica más matemática que el álgebra de Baldor, con una sonrisa grande como el sol, logró embolsillarse a más de uno.
Bondadosa hasta acabarse las letras, ahí donde la bondad ya roza la idiotez. Cual Rocky Balboa ha sido siempre una boxeadora. Una depredadora tan letal como la del mejor documental de National Geographic. Lo que se le ha metido entre ceja y ceja, luego se ha abierto paso hasta su mano. Y, por supuesto, como cualquier otro Engberts, todo lo sabe (y sino, lo inventa).
La rebelde sin causa. La niña bonita de la casa. La echada pa'lante. Y, si se quiere, la más venezolana de la familia, a pesar de ser la única que realmente nació en los países bajos. Deportista por naturaleza, se ganó más que un leñazo jugando al hockey.
Ella es a quien mejor conozco. Y, aún así, la que nunca deja de sorprenderme. Un rompecabezas que se completa, pieza a pieza, con el paso del tiempo.
Dejó la casa con anillo en mano y esposo al brazo cuando tenía apenas 21 años. Liberándose así del 'yugo' holandés en el cual había crecido. Primer matrimonio = error. Kapot. Ella continúa. Con frente en alto y cual nómada rodando por el terreno. En busca de algo más. Algunos años, una nueva boda. Esta vez la historia es un tanto (bastante) cruel y machista. Una golpiza acabada en algo más que cicatrices y divorcio.
A los 35 años, luego de un romance fugaz, además de fallido, un accidente. Nace quien hoy escribe esto detrás de un monitor.
Mi madre siempre ha sido mi mayor aventura y el más grande de los enigmas. Mi mejor amiga a ratos y mi criptonita la mayor parte del tiempo. La más temida de mis archi enemigas. Quien tiene el poder de hacerme perder los estribos en 0,0 y por quien siento un amor infinito. Lo único que tengo en la vida y lo único que me ha faltado por muchos años. Así es esta relación. Extrema. Un deporte de alto riesgo.
De filosofía liberal, independiente y rebelde, nunca ha sido una madre convencional. Ella continuó con la estirpe, y la mala costumbre, de dar a luz a una niña sin padre. Y aunque la tristeza en su caso no es tan evidente, doy fe pública de que la lleva tatuada a fuego en el alma. Madre y padre al mismo tiempo, es por quien he aprendido lo que quiero ser y todo lo que no.
Si he de ser sincera, poco recuerdo de ella antes de mis seis años. Vagas olas de memorias fotográficas que vienen de vez en cuando a mi cabeza, como para no dejarme olvidar que si, que estuvo a mi lado algunos años.
Mientras yo crecía en una hacienda de café con los verdaderos Dutchies, léase mis abuelos, en una tierra fría y de gente más que decente y respetuosa, mi madre intentaba abrirse camino en los Estados Unidos, como cualquier otro inmigrante más persiguiendo el sueño americano para ofrecerse a si misma y su pequeño retoño una mejor vida.
Intento fallido. Fue entonces cuando la vida le atestó un contundente knock out: un cáncer de seno que casi le cuesta la vida. Un año era lo que le pronosticaban en aquel entonces. Eso significó dejar atrás Norteamérica para volver a una Caracas donde tuvo que lidiar con un cáncer y cero familia en las cercanías. Leona como es, supo lamerse las heridas, levantar cabeza y abrirse paso en la jungla de cemento que es la capital.
Aún la recuerdo cuando fin de semana si y fin de semana no, iba a la hacienda, al pueblo, a visitarme. El despedirla en la estación de autobuses y luego esperar en la cocina por el cornetazo que sus amigos los conductores se prestaban a tocar al pasar por la entrada de la hacienda. Ese era mi tot ziens.
Como si fuese ayer, también me acuerdo de mis lágrimas y la impotencia de cuando el perro de mi tía, Butch, se comió una de las muñecas que ella me había comprado en uno de sus viajes. Unas muñecas gemelas. De esas baratas. Tan típicas de los años 90, con ropa fluorescente. Una grande. Una pequeña. Como si de imagen y semejanza se tratase. Cual ironía, el perro se comió a la más grande. Lagrimones de cocodrilo cuando mi tía, en vez de solidarizarse con mi tristeza, sólo me reprochó el haberlas dejado sobre mi cama, al alcance de las fauces del animal. Aún hoy me erizo por el odio que sentí hacia todos y casi puedo sentir todavía los pelos del perro en mi boca luego de haberle metido un mordisco con toda la rabia que contenía mi pequeño cuerpo.
Sólo me uní a mi madre al cumplir los seis. Luego de haber celebrado a lo grande su tercer matrimonio. Después de todo, como toda tercera, se suponía era además la vencida. Allí fue cuando me reencontré con la capital. El jabón de lavar la ropa, el Bold 3, cuyo comercial también me había lavado el cerebro. La de veces que vomité en el carro a causa de ese smog que me nublaba la razón. Ese extraño instante decisivo en el que mi madre, finalmente, pasó a formar parte activa de mi vida.
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