La diseñadora de lo que soy...
Sandra
Si el temperamento de Olga era "tan voluble como una tormenta de verano", el de Sandra lo sobrepasaba en proporciones épicas. Mitad Engberts, mitad van Kampen, en ella se cosechaba lo mejor de ambas casas. Un minuto era la definición de sonrisa, en vivo y directo y, en un segundo, desastre, podrías verla perder la paciencia y maldecir mientras su cara se tintaba de un rojo aún no catalogado en el Pantone. Entre la familia era común oír que ella era la legítima heredera de los genes Engberts. Como buena primogénita (al menos de las chicas, que es lo que aquí interesa), era la viva imagen de la estirpe holandesa. Un metro setenta y tantos de estatura y una espalda que despertaría la envidia de más de una nadadora de fondo. Una cara redonda. De rasgos dulces y, al mismo tiempo, secos como el viento.
Un corazón de oro, grande como el cielo. Y un carácter de plomo, tan pesado y fuerte como la conciencia. Sus manos fueron prodigio. No había manualidad que se le resistiera. Costurera. Pastelera. Cocinera por convicción. La suprema torta de chocolate. O sus inigualables tartaletas de limón. La del pollo al curry para los fines de semana en familia. Las de las galletas con forma de arbolito para navidad.
La colección de tazas de café frío que iba dejando a su paso mientras se movía por la casa. Aún recuerdo el amarillo de sus dedos y el olor a humo que desprendía su ropa. El rubio ceniza de sus cabellos teñidos (irónico nombre para una fumadora empedernida).
La que dio a luz a la primera prima de la generación de Engberts 'made in Venezuela'. La primera madre soltera. La tristeza traslúcida que dejaban ver sus ojos si los estudiabas con determinación y el tiempo suficiente. La cicatriz invisible pero tangible que había dejado en ella el abandono de aquel a quien amó. El dolor, la ausencia que trataba de camuflar con las visitas esporádicas del 'tío Dodó' a quien le hacía un lugar en su cama - a pesar de la inconformidad de Butch que luchaba con sus cuatro patas aún sabiendo que era una batalla perdida y que, luego de un cuarto de hora, estaba destinado a dormir haciendo vigilia en una puerta que no se abriría hasta la mañana siguiente.
Ella, la ácida. La honestidad en pasta indisoluble. La que me abrió los ojos a los seis años, cambiándome la vida para siempre. Mi primera profesora de inglés. La primera en dejarme en evidencia por mi mala pronunciación. La de la mano pesada que no dudaba un segundo en lanzarte un golpe sin pensarlo dos veces. Ella, la sensata. Ella, la temperamental, la impulsiva.
Con ella se abrió la puerta. Esa por la que la maldición se coló en nuestra familia. Ella fue la primera en sentir el efecto de esa cadena de eventos desafortunados que ha ido rodando cual alud por nuestra casa.
La que, lentamente, fue olvidando hasta morir. Desintegrarse. Dejar el cuerpo en el camino.
Ella, la increíble Sandra, era mi tía.
Por quien aprendí que "everything I'm not, made me everything I am".
La diseñadora de lo que soy...
Sandra
Si el temperamento de Olga era "tan voluble como una tormenta de verano", el de Sandra lo sobrepasaba en proporciones épicas. Mitad Engberts, mitad van Kampen, en ella se cosechaba lo mejor de ambas casas. Un minuto era la definición de sonrisa, en vivo y directo y, en un segundo, desastre, podrías verla perder la paciencia y maldecir mientras su cara se tintaba de un rojo aún no catalogado en el Pantone. Entre la familia era común oír que ella era la legítima heredera de los genes Engberts. Como buena primogénita (al menos de las chicas, que es lo que aquí interesa), era la viva imagen de la estirpe holandesa. Un metro setenta y tantos de estatura y una espalda que despertaría la envidia de más de una nadadora de fondo. Una cara redonda. De rasgos dulces y, al mismo tiempo, secos como el viento.
Un corazón de oro, grande como el cielo. Y un carácter de plomo, tan pesado y fuerte como la conciencia. Sus manos fueron prodigio. No había manualidad que se le resistiera. Costurera. Pastelera. Cocinera por convicción. La suprema torta de chocolate. O sus inigualables tartaletas de limón. La del pollo al curry para los fines de semana en familia. Las de las galletas con forma de arbolito para navidad.
La colección de tazas de café frío que iba dejando a su paso mientras se movía por la casa. Aún recuerdo el amarillo de sus dedos y el olor a humo que desprendía su ropa. El rubio ceniza de sus cabellos teñidos (irónico nombre para una fumadora empedernida).
La que dio a luz a la primera prima de la generación de Engberts 'made in Venezuela'. La primera madre soltera. La tristeza traslúcida que dejaban ver sus ojos si los estudiabas con determinación y el tiempo suficiente. La cicatriz invisible pero tangible que había dejado en ella el abandono de aquel a quien amó. El dolor, la ausencia que trataba de camuflar con las visitas esporádicas del 'tío Dodó' a quien le hacía un lugar en su cama - a pesar de la inconformidad de Butch que luchaba con sus cuatro patas aún sabiendo que era una batalla perdida y que, luego de un cuarto de hora, estaba destinado a dormir haciendo vigilia en una puerta que no se abriría hasta la mañana siguiente.
Ella, la ácida. La honestidad en pasta indisoluble. La que me abrió los ojos a los seis años, cambiándome la vida para siempre. Mi primera profesora de inglés. La primera en dejarme en evidencia por mi mala pronunciación. La de la mano pesada que no dudaba un segundo en lanzarte un golpe sin pensarlo dos veces. Ella, la sensata. Ella, la temperamental, la impulsiva.
Con ella se abrió la puerta. Esa por la que la maldición se coló en nuestra familia. Ella fue la primera en sentir el efecto de esa cadena de eventos desafortunados que ha ido rodando cual alud por nuestra casa.
La que, lentamente, fue olvidando hasta morir. Desintegrarse. Dejar el cuerpo en el camino.
Ella, la increíble Sandra, era mi tía.
Por quien aprendí que "everything I'm not, made me everything I am".
La diseñadora de lo que soy...